lunes, 4 de marzo de 2019

El llamado de Dios y el Psicoanálisis

Por: Alejandro Pohls Hernández

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Los escándalos sexuales de clérigos parecen incontenibles, los crímenes de pedofilia escalan hasta la más alta jerarquía del Vaticano: El tesorero, cardenal George Pell, el hombre más poderoso de la curia romana, después del Papa y del secretario de estado, fue declarado culpable y sentenciado a 70 años de prisión por cinco cargos de abuso sexual contra menores de edad. Ese tipo de conductas ha dañado la credibilidad de la Iglesia y ofendido al mundo.


Recientemente, uno más de la alta jerarquía, el cardenal y arzobispo de Washington, Theodore Edgar McCarrick, fue despojado de su investidura por abusos sexuales a menores con agravante de abuso de poder. Lo anterior, se logró gracias a la denuncia del Arzobispo Carlo María Viganó, ex nuncio en Estados Unidos, y sus valientes cartas abiertas sobre el escándalo de abusos sexuales que rodeaban al Arzobispo de Washington, Theodore McCarrick.


Las agresiones a menores son un problema muy arraigado, en donde se han visto involucrados desde el párroco hasta el más encumbrado príncipe de la Iglesia y eso ha lastimado a la sociedad. Los esfuerzos del Papa para erradicar esas viejas prácticas de abuso a menores, falta tiempo aún para evaluarlos. Pareciera que la descomposición viene de arriba hacia abajo, y no al revés, como se pensaba: otro encumbrado arzobispo, el de Edimburgo, Patrick O’Brien, fue involucrado en escándalos de abuso sexual que sacudieron a la Iglesia Católica escocesa. 


La ignominiosa situación de la pedofilia en la Iglesia obligó la intervención de la ONU. Acusó al Vaticano de adoptar políticas de encubrimiento a clérigos por abuso sexual a miles de menores: “Ha transferido a los abusadores a otras parroquias y países para encubrirlos, una práctica que les permitió continuar abusando...”. El embajador del Vaticano compareció ante el Comité sobre los Derechos del Niño y negó que existiera esa protección.


Pero, hechos anteriores al papa Francisco demuestran lo contrario: El cardenal de Munich, Reinhard Marx, reconoció recientemente en la tercera jornada del Encuentro sobre la Protección a Menores, la destrucción por parte de la Iglesia de los archivos sobre abuso sexual infantil; urgió a implementar la transparencia en el manejo de los casos de abuso sexual de menores porque “son un factor decisivo para la confiabilidad y credibilidad de la Iglesia”.



Pero, ¿cómo pensarán detener esta pandemia de abusos a menores? Pareciera una 

pregunta a la que no han dado respuesta. La felonía no está en la homosexualidad, ni su práctica entre adultos; sino, los escándalos y ataques a niños: la pedofilia. El asunto no es nuevo, la diferencia estriba en que en la actualidad se denuncia y se publica, lo que antaño era imposible. Con decretos papales, ojos en blanco, veladoras y rezos no va a cambiar la aberrante situación.


El matrimonio sería uno de los caminos para disminuir esa pandemia. El celibato no es un dictado divino, es una invención humana de orden disciplinario que violenta con represión el cuerpo y exacerba la neurosis, con altos costos sociales. En 1961, el benedictino belga Gregorio Lemercier planteaba una solución: escudriñar el inconsciente para desvelar las verdaderas razones que llevaban a un individuo a renunciar al mundo terrenal para servir a Dios.



Las razones de Lemercier eran muchas y válidas. Él sostenía que un porcentaje alto de monjes y clérigos no tenían una verdadera vocación monacal, sino que se refugiaban en el monasterio y seminario para escapar del mundo, en el que no podían vivir por diversas razones, la mayor parte de ellas debidas a problemas emocionales y tendencias homosexuales. 


“Éstos, psicológicamente trastornados en mayor o menor grado, viven una tensión que se refleja en el comportamiento neurótico y conductas sexuales desviadas”, decía Lemercier.  


Afirmaba que el psicoanálisis podía lograr esclarecer el porvenir de una ilusión y dar luz sobre la verdadera opción, el llamado de la espiritualidad, o integrarse a la vida mundana, con la certeza de una elección vocacional clara y contundente; inclusive, podrían clarificar las tendencias sexuales de los aspirantes a servir en la Iglesia.  Para el benedictino era reconfortante ver cómo el psicoanálisis había resuelto conflictos y tensiones de sus monjes. 



Poco después, cuando Lemercier dio a conocer en el Concilio Vaticano II sus trabajos sobre el psicoanálisis, los ultramontanos conservadores se escandalizaron, se les erizó el cabello y consideraron sacrílego cuestionar la autenticidad del llamado de Dios. Le ordenaron detener todo, guardar silencio… La ofensiva creció y el Santo Oficio lo sometió implacablemente a no pensar. 


Si los ultramontanos y soberbios príncipes de la Iglesia no se hubiesen opuesto al innovador método del psicoanálisis, para hacer aflorar las realidades ocultas en el inconsciente de los que creen escuchar el llamado de Dios, muchos problemas que hoy padece la sociedad a causa de un error vocacional sacerdotal se hubiesen evitado: como la pedofilia, la práctica de una falsa vocación, la frustración, la neurosis, la pérdida de oportunidad a la formación de una familia…


Ya a mediados de los años 50, Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca; Miguel Darío Miranda, arzobispo primado de México y Gregorio Lemercier, habían denunciado ante el Vaticano a Marcial Maciel por actos de pedofilia, lo que dio lugar a la suspensión temporal de éste de 1956 a 1958. 

Lo anterior confirma que Roma mintió, pues estaba perfectamente enterada del comportamiento delictivo de Maciel. Si a éste lo hubieran psicoanalizado, habría aflorado su verdadero yo de pedófilo psicópata y su auténtica vocación: hacer dinero.

 

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